Tras un debate sobre la estigmatización de la
salud mental de nuevo, una de mis compañeras ha relacionado, muy inteligentemente,
esa problemática con una que ella vive de cerca; la estigmatización por la
raza.
Mi reflexión, por supuesto, no va a ir por esa
rama, porque por mucho que esté informada sobre el tema, jamás podré hablar de
ello a nivel personal, y lo que mi compañera ha causado en mi no ha sido un
abrir de ojos ante el racismo existente, sino que me ha hecho pensar en la
estigmatización por la clase y la edad.
Yo soy una chica de diecinueve años de un barrio
muy humilde, un barrio bajo que algunos dirían, y eso me ha hecho ser quien soy
hoy. A mi me enorgullece terriblemente venir de donde vengo, pero no todo el mundo
es capaz de respetar eso. Y mucho menos cuando eres una adolescente.
Muy parecido con lo que sucede con los
extranjeros, debo suponer, desde hace tiempo los y las jóvenes de clases
populares sufren exclusiones graves que los hacen inaccesibles a la
incorporación del mercado laboral, cosa que después compuerta uno sin fin de
derechos vulnerados.
Con la ayuda de la prensa y la política, se
ratifica de manera regular este imaginario social que sospecha la existencia de
tribus amenazantes que actúan en la jungla urbana. Ahora los jóvenes habitantes
de barrios pobres, hijos de obreros o de extranjeros son señalados a menudo
como parte de una minoría de jóvenes violentos encargados de provocar
disturbios. La identificación de estas supuestas minorías por la prensa y por
la propia policía se lleva a cabo por parámetros que permitirían calibrar la
peligrosidad de un joven a partir de sus peines. Así, hay jóvenes la estética
de los cuales los convierte en sospechosos de agresivos. Así muchos de los
jóvenes de hoy en día se encuentran encasillados en una de las numerosas
categorías que despiertan una mezcla de desprecio y miedo, como por ejemplo skins,
perroflautas, quinquis, quillos, etc.
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